Monseñor José Rico Pavés : «Avanzar por el camino de la Cuaresma es crecer en experiencia de misericordia: amor de Dios que nos cura moviéndonos a devolver amor».
La conversión es tarea de restauración. El daño que el pecado provoca es reparado por la misericordia divina que todo lo puede. Por eso, la conversión a la que el Señor nos llama consiste en abandonar la vida de pecado y dejarse abrazar por la misericordia de Dios. ¿Cómo podríamos desterrar el pecado de nuestra vida sin la fuerza del amor misericordioso de Dios? Avanzar por el camino de la Cuaresma es crecer en experiencia de misericordia: amor de Dios que nos cura moviéndonos a devolver amor. Cuando entramos con la Iglesia en la tercera semana de Cuaresma, la Liturgia nos invita a pedir al Señor que nos restaure con su misericordia y nos invita a purificar la fe de toda forma de idolatría.
En este punto del camino cuaresmal, se nos presentan los mandamientos de la ley de Dios como el remedio principal para vencer la idolatría. La palabra del Señor es clara: Yo soy el Señor, tu Dios. No tendrás otros dioses frente a mí. Nada destruye tanto al ser humano como el desprecio de Dios y la idolatría. Cuando el hombre destierra a Dios de su vida, cae en la esclavitud de los ídolos. La mentira que encierra todo pecado consiste en pensar que sin Dios seré más libre. Pero la experiencia demuestra una y otra vez que cuando el ser humano se erige en dios de sí mismo, y se vuelca entregando tiempo y energías a lo que no puede saciar su corazón, destruye su libertad y la de sus semejantes. Por eso, los mandamientos divinos no son un recorte a la libertad humana, sino el remedio para su protección y crecimiento.
San Pablo nos recuerda que el único signo del cristiano es Cristo crucificado. A los que ponen a Dios condiciones a la hora de creer (signos o sabiduría humana), el apóstol les predica el misterio de la Cruz. La señal definitiva de que Dios nos ama está en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: siendo nosotros pecadores, nos ha amado hasta entregar su vida por nosotros. No hay conversión sin fijar la mirada en Cristo crucificado.
El Evangelio nos muestra a Jesús enérgico y vigoroso en la defensa de las cosas del Padre. La expulsión de los mercaderes del Templo no es la reacción de un violento, sino la actuación de quien aleja del corazón de los hombres todo lo que puede apartarnos del amor infinito del Padre. La conversión es purificación del templo interior: arrancar los vicios para dejar que el corazón sea morada de Dios, espacio privilegiado para el trato con quien sabemos que nos ama.
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez