Monseñor José Rico Pavés : «Quien reconoce ahora por la fe a Cristo presente bajo el velo de los sacramentos y en la voz que nos trae su palabra, no temerá encontrarse con Él cara a cara, caídos ya todos los velos.»
Entramos con la Iglesia en la recta final del año litúrgico. Para llegar a la solemnidad de Cristo Rey del Universo, celebramos primero la fiesta de Todos los Santos, rezamos por todos los fieles difuntos y la Palabra de Dios que se proclama viva en la Liturgia nos recuerda cómo debemos conducirnos en este mundo para mantener firme la esperanza: el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
La fiesta de Todos los Santos nos muestra, al mismo tiempo, la meta y la compañía en el camino para alcanzarla. Nuestra meta está en el Señor, porque ahí ha estado nuestro origen. En el camino para alcanzar esta meta no estamos solos. Los santos vencen y con la ayuda de su intercesión nos hacen vencer en Cristo. No se equivoca nuestro corazón cuando reclama alegría eterna, esa que solo nos otorga el amor creciente y sin límites. Al conmemorar en una sola fiesta a todos los santos nos alegramos y damos gracias a Dios por su victoria, siempre superior a nuestras caídas y miserias. Los santos declaran con su vida que el amor de Dios es más fuerte que el pecado de los hombres. Sí, los santos son los verdaderos héroes y vencedores de este mundo, y para toda la eternidad. Con su intercesión nos recuerdan que nada ni nadie nos puede apartar del amor de Cristo: si le dejamos y respondemos sin reservas al don de su gracia, nos sorprenderemos al descubrirnos capacitados para amar con su mismo amor. La celebración de Todos los santos es un grito de esperanza en medio de los males atroces de este mundo: nuestro fin no es el odio ni la muerte, sino el amor sin límites y la vida.
Cuando rezamos por los fieles difuntos ponemos en ejercicio la esperanza. No lo hacemos para alimentar el sentimiento de nostalgia mediante el recuerdo de las personas queridas que ya han fallecido, sino que proclamamos con inmensa alegría que Cristo ha resucitado y que, en consecuencia, la muerte no es la última palabra de la condición humana. La oración por los difuntos no es ejercicio de añoranza, porque no nos limitamos a recordar a los que ya no están con nosotros, sino que reconocemos que entre ellos y nosotros existe un vínculo –el vínculo del amor- que es más fuerte que la muerte, y, en virtud de ese vínculo, ellos pueden recibir el beneficio de nuestra oración. Para vencer el miedo a la muerte, es necesario llenar de amor de Dios esta vida. Quien reconoce ahora por la fe a Cristo presente bajo el velo de los sacramentos y en la voz que nos trae su palabra, no temerá encontrarse con Él cara a cara, caídos ya todos los velos. Para morir en el Señor, hay que vivir ya ahora con Él. Aprendamos del ejemplo y acudamos a la intercesión de Santa Ángela de Cruz para recorrer el camino de la esperanza y dejar a Cristo vencer en nuestra vida.
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez