Monseñor José Rico Pavés : «Para vivir Pentecostés hay que hacerse rociero, es decir, hay que ser del todo y siempre de María Santísima. ¡Benditos romeros que siembran amor a la Madre de Dios a su paso peregrino!»
Comenzaba el tiempo de Cuaresma con la llamada de Cristo a la conversión y la respuesta de la Iglesia haciendo suyas las palabras del salmista: renuévame por dentro con espíritu firme… no me quites tu santo espíritu…devuélveme la alegría de tu salvación (Sal 50, 12-14). Se nos regaló el tiempo cuaresmal para experimentar la fuerza redentora del amor de Cristo. Se nos ha regalado el tiempo de pascua para nacer con Cristo a la vida nueva, renovar la gracia bautismal y aspirar a los bienes eternos, donde está nuestra meta. Llegamos al culmen de la celebración pascual, en la solemnidad de pentecostés, para renovar la efusión del Espíritu Santo que obra en nuestros corazones maravillas inefables.
La Solemnidad de Pentecostés, en efecto, trae maravillas divinas al corazón humano.
Jesús resucitado cumple la promesa hecha a los discípulos antes de su muerte: pide al Padre que envíe otro Defensor, el Espíritu Santo. En la tarde del día de la resurrección, Jesucristo derrama el don del Espíritu sobre los apóstoles, anticipando la efusión del día de Pentecostés. La efusión espiritual e invisible se realiza con un gesto material y sensible: Jesús sopla sobre los discípulos. Si con un soplo el hombre moldeado del barro recibió la vida de Dios, con un nuevo soplo el hombre recibe ahora al Señor y Dador de vida. El evangelio del domingo de Pentecostés nos permite reconocer algunas de las maravillas que el Espíritu Santo obra en el corazón de los fieles. Podemos destacar cinco.
La primera maravilla se refiere al encuentro renovado con Jesucristo. El Espíritu Santo garantiza el encuentro vivo con el Señor mientras caminamos en este mundo, hasta que Él vuelva. La segunda maravilla tiene que ver con el don de la paz. El apóstol san Pablo recuerda que la paz es fruto del Espíritu Santo. El saludo propio del cristiano es el beso de la paz. El Espíritu pone paz en el corazón y convierte en constructor de paz a quien le es dócil. La paz del Espíritu es tranquilidad del orden, sosiego en el progreso, concordia en las relaciones, serenidad en el ánimo. Quien protege la paz, camina en el Espíritu. La tercera maravilla es alegría colmada. También la alegría es fruto del Espíritu. Jesucristo quiere para los suyos alegría completa. La cuarta maravilla es la pertenencia a la misión salvadora del Redentor. El Espíritu Santo convierte al discípulo en apóstol, haciendo de él un testigo del Señor. La quinta maravilla, en fin, se refiere al perdón de los pecados. El amor de Dios derramado con el Espíritu Santo es mayor que los errores y pecados del ser humano. El corazón perdonado atestigua las maravillas que el Espíritu Santo obra en él.
Semana esta de emociones: como en el primer Pentecostés, nos reunimos en oración junto a la Virgen María para recibir una nueva efusión del Espíritu Santo. Vuelven a resonar con fuerza las palabras improvisadas de san Juan Pablo II pronunciadas desde el balcón del santuario de Nuestra Señora del Rocío el 14 de junio de 1993: “Que todo el mundo sea rociero”. Para vivir Pentecostés hay que hacerse rociero, es decir, hay que ser del todo y siempre de María Santísima. ¡Benditos romeros que siembran amor a la Madre de Dios a su paso peregrino!
+ José Rico Pavés
Obispo de Asidonia-Jerez